«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. »
V Domingo de Pascua (Juan 14, 1-12)
«¡No se turbe su corazón! Creen en Dios,crean también en mí”
El evangelio de hoy se sitúa en el contexto de Jesús despidiéndose de sus discípulos. Ante su despedida, los discípulos están preocupados. Jesús, a quien siguen, en quien han puesto su confianza, desaparecerá a sus ojos. No lo entienden. No quieren separarse de Él. Les resulta difícil caminar hacia su pasión. Jesús, antes de su muerte, les hace entrar en la experiencia de su resurrección, les anima y les pide que confíen en él, que confíen en la vida que viene; ya que él es el Camino, la Verdad y la Vida.
Este tiempo de confinamiento nos causa preocupación y angustia. De hecho, el Covid-19 afecta la seguridad física y emocional de la humanidad. Tuvimos que experimentar la partida al cielo de algunas de nuestras hermanas. Pensamos en las muchas personas que han muerto en todo el mundo, en las familias que han perdido a un ser querido. Es una situación particularmente difícil de acoger. El trabajo de duelo es más complicado cuando no podemos ver a nuestros seres queridos para despedirnos. Puede ser un verdadero trauma.
De cierta forma, estamos cerca de los sentimientos que tenían los discípulos. Jesús viene entonces a decirnos:
«No se turbe su corazón. Creen en Dios, crean también en mí”.
El verbo «turbarse» en griego es «tarasso» que significa estar agitado, asustado, ansioso. Jesús es sensible y consciente de las dificultades de sus discípulos y de la humanidad, al pronunciar estas palabras. Podemos escucharlas como un llamado, como una petición:
«No se replieguen en su angustia,no dejen que sus emociones les abrumen. Crean en mí».Creer es poner su fe en Alguien, es hacerle confianza, es aferrarse a él,
es adherirse a él.
Con estas palabras, Jesús nos invita a permanecer en Él, a descargar nuestros miedos en Él. ¿No estaba Jesús turbado, no temblaba y lloraba por la muerte de su amigo Lázaro? Jesús conoce, pues, el dolor del duelo, de la muerte, como el de los padres que pierden un hijo, del marido que pierde a su esposa, del hijo que pierde a sus padres, de los que pierden una hermana o un hermano…
Ciertamente, no podemos devolver la vida a nuestros seres queridos como lo hizo Jesús con Lázaro. Pero podemos devolverles la vida pensando en ellos, hablando de ellos y viviendo en la esperanza. ¡Dejemos que Jesús nos consuele! Él está ahí en medio de nuestros sufrimientos, sufre con nosotras y nos devolverá la alegría de la Salvación.
En el Evangelio de Juan, Jesucristo nunca nos detiene en él. Nos lleva al Padre, nos invita a tener fe en su Padre. El término «Padre» se menciona explícitamente al menos diez veces en este pasaje.
Jesús nos habla del Padre a partir de esta promesa: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas”. Al creer que nuestro Padre es Amor, la casa del Padre se convierte para nosotros en un lugar de seguridad, ternura y paz. Esta casa está abierta a todos, no está reservada para unos pocos. Cada uno tiene su propio lugar en la casa del Padre. En la Biblia, la casa de Dios es el Templo situado en medio de su pueblo, es el lugar de la presencia de Dios. En la carta a los Hebreos, San Pablo va más allá, nos dice que el lugar de la presencia de Dios es una casa, y que esta casa somos nosotros mismos:
«…Cristo mismo está en su casa como el Hijo, a la cabeza de su casa.Y nosotros somos su casa» (Heb. 3, 6). ¡Qué hermosa afirmación!
Cada una de nosotras es la casa de Dios; llevamos su presencia dentro de nosotras. Esto significa que cada una de nosotras vive de manera personal en este lugar, cada una tiene una manera singular de estar en relación con Dios. Dios llega a cada una en su historia personal, tal como ella es. Estamos habitadas por Dios. ¡Seamos la «morada» de Dios para nosotras mismas y para los demás! De esta manera seremos más sensibles a las dificultades de quienes nos rodean y podremos, por gracia, convertirnos en un hogar seguro para todos y todas; un hogar donde podamos ser acogidas sin miedo.
Esteban Pernet y Antonieta Fage fueron tocados profundamente por el sufrimiento. Pero de su sufrimiento surgió la vida, se convirtieron en fuentes donde mucha gente pudo saciar su sed. Así, a pesar de nuestro dolor, estamos llamadas a dar testimonio del amor del Padre, a animar y consolar a quienes encontramos
. «He visto la aflicción de mi pueblo… he oído su clamor… anda, Yo te envío… Llamadas, también nosotras nos sentimos enviados a los pobres. Con ellos, caminamos por caminos de éxodo, de liberación, de alianza. (Regla de Vida)
Qué maravilla saber que en estos caminos de éxodo, de liberación, Jesús camina a nuestro lado, «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». ¡
El camino es nuestra ruta! Él nos lleva a través de pasajes estrechos o anchos, rectos o tortuosos a veces, pero siempre con Él. «Yo soy el Camino» Jesús nos pide que vayamos con Él, que lo sigamos. Tal vez el Camino nos lleve a la aventura, a la sorpresa, a lo inesperado. Nos promete valiosas experiencias, muchos descubrimientos, encuentros. Caminemos siempre con Aquel que es la Verdad y la Vida, el Camino al Padre de la misericordia. Atrevámonos a avanzar, Sí, vale la pena.
Sabemos muy bien que las mentiras, lo no dicho, la falsedad nos lleva a la confusión. Si hacemos la Verdad, hacemos que la liberación fluya. Cuando Jesús revela la Verdad a los dos discípulos de Emaús, ¿no les arde el corazón de alegría, de vida?
Como los discípulos en el camino de Emaús, dejemos que Jesús se una a nuestra intimidad, nuestras alegrías, nuestros cuestionamientos, nuestras heridas, nuestras rebeliones, nuestras pérdidas y nuestra parte de verdad. Nuestro corazón se iluminará de vida, será liberado. «Escoge pues la vida, para que vivas tú y tu descendencia» (Dt. 30,19)
«Te seguimos, Señor Jesús; pero llámanos a este fin, porque sin ti nadie avanza. Tú eres el camino, la verdad, la vida, la posibilidad, la fe, la recompensa¡Oh Camino, recíbenos! ¡Oh, Verdad, fortalécenos! ¡Oh Vida, danos vida!»(San Ambrosio)
Marie Thi Hoai PHAN. Hermanita de la Asunción – Vietnam